En el texto anterior, recuperaba una parte de lo que Simone Weil expresó sobre lo que son los partidos políticos. Pero, unos años antes, Robert Mitchels (“Los partidos políticos”, 1915) ya había analizado y explicado por qué los partidos políticos son como son.
El argumento principal se resume en lo que denominó “Ley de hierro de la oligarquía”:
“La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
Esto es, “a medida que se desarrolla una organización, no sólo se hacen más difíciles y más complicadas las tareas de la administración, sino que además aumentan y se especializan las obligaciones hasta un grado tal que ya no es posible abarcarlas de una sola mirada.”
Ello genera jerarquías: “como consecuencia de la organización, todos los partidos o gremios profesionales llegan a dividirse en una minoría de directivos y una mayoría de dirigidos.”
“Cuanto más extenso y más ramificado es el aparato oficial de la organización, tanto mayor es el número de sus miembros, tanto más rico su tesoro y tanto más amplia la circulación de su prensa, tanto menos eficiente el control ejercido por la masa y tanto más reemplazado por el poder creciente de las comisiones.”
Y además, ese desarrollo acaba por hacer necesario que algunas personas (especialistas, “expertos”) adquieran la plena dedicación al partido. Estos profesionales de la política, tanto los líderes como los burócratas del partido, acaban por hacer suyos los puestos o cargos que desempeñan, anteponiendo su interés personal al del partido, y el del partido (cuya existencia necesitan para seguir disfrutando de su posición) al de la ideología que defiende y, por supuesto, a la democracia interna, que es lo primero que se sacrifica.
“El advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la democracia” porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”.
Además de la necesidad de organización, Mitchels indica, entre otros, un segundo motivo para esta incompatibilidad con la democracia: la “incapacidad de la masa”.
“No hay exageración al afirmar que entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante. En la mayor parte de los seres humanos, el sentido de una relación íntima entre lo bueno para el individuo y lo bueno para la colectividad está muy poco desarrollado.
En la vida de los partidos democráticos modernos podemos observar signos de similar indiferencia. Solo una minoría participa de las decisiones partidarias, y a veces esa minoría es de una pequeñez rayana en lo ridículo. Las resoluciones más importantes adoptadas por el más democrático de todos los partidos emanan siempre de un puñado de sus miembros.”
Mitchels lo veía tan negro que acabó por escoger como mejor gobierno posible el de... Benito Mussolini.
Sin embargo, ¿esta “Ley de hierro” es realmente insalvable? ¿Se cumplirá siempre, hagamos lo que hagamos? ¿O hay formas de evitarla y de conseguir un partido político con democracia interna?
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