lunes, septiembre 22, 2008

Decisiones democráticas

En 1779, Benjamin Franklin aconsejaba a su sobrino, indeciso sobre su futura elección de esposa (al parecer dudaba entre dos posibles candidatas), de esta manera:
Si dudas, escribe todas las razones, a favor y en contra, en columnas paralelas en un trozo de papel, y cuando hayas pensado en ellas durante dos o tres días, realiza una operación similar a la de algunas cuestiones de álgebra; observa qué razones o motivos de cada columna tienen igual peso, o son equivalentes en la proporción uno a uno, uno a dos, dos a tres, o algo por el estilo, y cuando hayas marcado todas las igualdades de ambos lados, verás en qué columna queda el equilibrio... si no haces así, me temo que no te casarás nunca.
Pese a provenir de una personalidad de la talla intelectual de Franklin, científico, inventor y uno de los padres de la Constitución americana, este consejo es, cuanto menos, discutible.
Este sistema de toma de decisiones, al que Franklin llamó “álgebra moral”, no es precisamente la forma natural en la que lo hacemos los humanos. Por el contrario, tomamos las decisiones siguiendo unos procesos asombrosamente simples, incluso en circunstancias de gran complejidad; es más, por lo general, nuestras decisiones suelen estar basadas en una única razón. En palabras de Mae West: “Un hombre puede ser bajito, regordete y calvo, pero si tiene fuego, gustará a las mujeres”. Desde luego, Mae no necesitaba un complicado análisis lógico para elegir pareja.

Otro de los casos más claros de procesos de decisión simples en circunstancias complejas es el de nuestros procesos electorales. Los españoles nos enfrentamos a un numerosísimo elenco de partidos políticos (unos 100 estas últimas generales), con sus consiguientes programas o propuestas y sus listados de diputados y senadores. En total, cientos de ideas, medidas, propuestas, políticos, aspectos particulares a valorar. La tarea de analizarlo todo e intentar hacer una predicción aceptablemente válida acerca de la actuación de cada partido durante los próximos cuatro años resulta sencillamente abrumadora.
Pero nadie elabora complejas tablas al estilo Franklin, valorando miles de razones a favor y en contra de votar a unos u otros. En realidad, la decisión de nuestra opción de voto (o de no voto) es mucho más sencilla.
Para empezar, la inmensa mayoría de los votantes se centra exclusivamente en los partidos más conocidos (los que salen por la tele). Los demás ni se tienen en cuenta. Es el primer filtro.
El segundo filtro es casi siempre un único factor: para muchos, la identificación de un partido con una ideología: izquierda-centro-derecha, nacionalista-no nacionalista. Otros votan a la contra, para que no gane “el malo”, sea este el que sea. Otros lo hacen por simpatía hacia un político, al partido de la oposición para que haya alternancia, o al que gobierna porque “les va bien”. Otros se deciden por la postura de un partido con respecto a un asunto concreto o por un acto de gobierno anterior: la guerra de Irak, el aborto, la eutanasia, el terrorismo o incluso por una asignatura de la ESO.

Así es como decidimos los humanos. Usamos nuestra capacidad de abstracción para extraer el que creemos más importante de entre un conjunto de aspectos, y escogemos teniendo únicamente ese en cuenta. Si no basta para decidirnos, repetimos la operación con otro. Y así sucesivamente.
Así, elegimos un electrodoméstico por su marca conocida (1ª razón) y su buen precio (2ª razón); elegimos un médico porque nos escucha (una razón) o tal vez porque nos firma bajas por enfermedad; nuestro bar favorito es el que pone las tapas más grandes, viajamos por carretera por la ruta más rápida, caminamos por las calles más transitadas, compramos en las tiendas “de moda”… y así con todo. Es raro necesitar más de dos o tres razones para decidir algo.
Pero este sistema de toma de decisiones, bueno para el homo sapiens que vivía hace miles de años en un mundo primitivo, mucho menos complejo que el actual, no siempre es adecuado en nuestros días. Uno de estos casos es el que nos ocupa: el de escoger un partido que nos gobierne durante cuatro largos años.
Valorar en una única decisión un gobierno supone procesar una cantidad enorme de información, excesiva para nuestro limitado cerebro humano. Como no podemos manejarla, simplemente, la ignoramos. Tampoco utilizamos, como alternativa, el “álgebra moral” de Franklin. Votamos por dos o tres detalles escogidos sin tino, influidos por el marketing político, que casi nunca tienen relación con las decisiones que van a tomar posteriormente los políticos electos.
No tiene el menor sentido.
En nuestro sistema político se nos ofrecen multitud de partidos que casi nadie tiene en cuenta, multitud de programas que casi nadie lee, multitud de propuestas que casi nadie puede valorar o que ni siquiera conoce. Es un sistema político mal diseñado. Las actuaciones de los distintos gobiernos se llevan a cabo, en su mayoría, con el desconocimiento de los ciudadanos o incluso en contra de su voluntad. Es decir, no son democráticas: nuestro sistema político, tal y como está diseñado, no es democrático. Al menos, no para humanos.

Pero, aunque no podemos dejar de ser humanos, sí podemos rediseñar nuestro sistema político.




Voy a enfocar la cuestión de otra manera, haciendo números, para llegar a la misma conclusión. Especulemos un poco:
Imaginémonos una de las promesas electorales del partido del gobierno, el PSOE. Como ya sabemos, las razones para votar a los partidos son variopintas y diferentes para cada elector, por lo que una parte de los votantes del PSOE ni siquiera habrán considerado esa promesa electoral concreta, mientras que otros incluso estarán en desacuerdo, aunque otros motivos para ellos más importantes han inclinado su voto hacia ese partido.
Vamos a considerar que la medida es popular, es decir, está en general bien vista entre los votantes del PSOE. En ese caso, una buena aproximación, en cifras, podría ser la de suponer que, dentro de los votantes del PSOE, un 80% está a favor de la actuación y un 20% en contra (por simplificar podemos ignorar a los indiferentes). Teniendo en cuenta que el PSOE está gobernando con el 43% de los votos válidos emitidos, esos votantes del PSOE supondrían aproximadamente un 35% del total de votantes.
Si la medida es popular, una parte de los votantes de los otros partidos también la va a ver con buenos ojos; incluso los del PP, ya que muchos de ellos, al igual que los del PSOE, no han tenido en cuenta el programa del PSOE a la hora de decidir su voto al partido de la oposición. Sin embargo, el hecho de ser una medida del PSOE le restará mucho apoyo entre los votantes del PP. Me voy a permitir una estimación algo arbitraria: un 20% de los votantes a los otros partidos está a favor. Eso corresponde aproximadamente a un 12% del total de votantes. Sumados a los del PSOE nos da un 47%.
Considerando el resto de la ciudadanía, la mayoría de ese 1,12% de votantes en blanco estará probablemente en contra; por otra parte, entre el 30% de abstencionistas, es difícil hacer alguna suposición: si la medida es popular algunos estarán a favor, pero una parte estará mayormente en contra: los que se abstienen como modo de protesta. Supongamos un empate.
Sumando y restando, se obtiene aproximadamente un 46% de ciudadanos a favor como resultado final de este ejercicio numérico. Un apoyo sorprendentemente bajo teniendo en cuenta que estamos ante una medida popular: si el PSOE llega a ejecutar esa promesa, lo hará con más del 50% de la ciudadanía en contra.

Este cálculo tiene un margen de error importante que hay que tener en cuenta. Además, de entre todas las promesas, habrá alguna extremadamente popular que sea del agrado de una mayoría de ciudadanos. Así que se puede admitir que unas pocas de las actuaciones de los gobiernos van a ser democráticas, pero serán las excepciones a la regla. Por el contrario, la mayoría de las actuaciones son poco o nada conocidas y/o escasamente populares; si las más conocidas y populares rondan, siendo optimistas, el 50% de apoyo de la ciudadanía, el resto quedarán definitivamente por debajo, algunas incluso con la gran mayoría de la ciudadanía en contra.
Es decir, que la mayor parte de las actuaciones de los diferentes gobiernos, estatal, autonómicos y municipales, se llevan a cabo, en España, contra la voluntad del pueblo.
Justo lo opuesto a lo que ocurre en las democracias.




Pero no habría sido necesario recurrir a estudios científicos sobre el cerebro o a cálculos numéricos especulativos para llegar a la conclusión de que en España no existe la democracia: habría bastado con echar un vistazo a algunas medidas concretas de los gobiernos, a esa gran cantidad de decisiones políticas que son rechazadas de forma mayoritaria por los ciudadanos, incluidos los mismísimos votantes del partido que las toma. Por ejemplo, entre otras muchas, las reiteradas auto-subidas de sueldo de políticos y altos cargos, la participación en ciertos actos bélicos, la politización de la Justicia, las sucesivas reformas laborales que han conducido a la cada vez mayor precarización del empleo, las medidas de gestión del sistema educativo que nos ha llevado a tener un 30% de fracaso escolar, o las del sistema sanitario donde todavía padecemos, entre otros despropósitos, listas de espera de meses
Y esas son medidas más o menos conocidas. No digamos lo que ocurriría con esa multitud de decisiones oscuras que no trascienden a los medios de comunicación: asignación de contratos públicos, nepotismo, enchufes, oposiciones, tramitación de expedientes administrativos, licencias, denuncias…
Lo cierto es que ninguna persona en su sano juicio aprobaría la labor de estos gobiernos, si la conociera en profundidad y si fuera capaz de valorarla. Las decisiones que los políticos toman con un apoyo mayoritario de ciudadanos son tan escasas que probablemente nos bastaría una mano para contarlas. El resto de sus decisiones, es decir, casi todas, se ejecutan contra la voluntad de la ciudadanía.




El error de nuestro sistema político se reduce, básicamente, a que no existe la debida correspondencia entre la voluntad de los ciudadanos y las decisiones de los políticos.

Por fortuna, ese error no es irreparable. La solución del problema es obvia: que los ciudadanos tomen las decisiones directamente… y de una en una, y que los políticos sean meros ejecutores de las decisiones de los ciudadanos.
En otras palabras, hay que convertir a los políticos en gestores y a los ciudadanos en políticos.

Aunque someter todas las decisiones a referéndum es imposible, no lo es ir modificando el sistema poco a poco para ir abriendo cada vez más la vía de la participación ciudadana directa. Estas son posibles alternativas, ya utilizadas en otras naciones, para conseguir ese objetivo:
1) Incluir una “papeleta referéndum” en los actuales procesos electorales, con diferentes cuestiones: las penas para los pederastas, la postura básica sobre el aborto o la eutanasia, la asignatura de Educación para la ciudadanía… o cualquier otra que fuera susceptible de ser planteada por este medio. Así, los votantes podrían decidir sobre esos asuntos, e independientemente elegir al político o partido por el que se sientan representados; sólo que ahora la decisión de los votantes sería vinculante para los políticos electos.
Esta medida sería muy fácil de implementar, a la vez que barata, pues apenas conllevaría el sobrecoste de una papeleta más cada cuatro años; y, bueno, tal vez unas horas más de trabajo para los sufridos “voluntarios” de las mesas electorales.
Un requisito indispensable para que funcionase esta medida sería la implementación de un procedimiento de iniciativa ciudadana viable (no como el que tenemos ahora), para que la inclusión de preguntas en esa papeleta estuviera abierta también a la ciudadanía.
2) La celebración de referéndum vinculantes puntuales para los asuntos urgentes que surgieran durante la legislatura. Se podrían unir, para ahorrar costes, en un referéndum anual.
Naturalmente, estas dos medidas tienen que estar habilitadas a todos los niveles: los referéndum deben ser estatales, autonómicos y locales.
3) La implantación de presupuestos participativos en todos los municipios. Esta medida se podría implantar de forma progresiva, empezando por un pequeño porcentaje del presupuesto municipal que se iría incrementando cada año.
Y claro, por presupuesto participativo entiendo aquel en el que los vecinos participan directamente y en el que sus decisiones son vinculantes. Es decir, no me estoy refiriendo a los casos de autoproclamados “presupuestos participativos” que están “funcionando” actualmente en algunos municipios españoles.

Hay muchas otras opciones, aparte de estas tres, para ir haciendo democrático nuestro actual sistema; y no hay razón alguna para no utilizarlas. Los sistemas políticos pueden reformarse, es más, deben ser reformados, progresar, avanzar, evolucionar… hacia mejores formas de gobierno.

Así que la democracia es posible, está a nuestro alcance… si queremos alcanzarla. La cuestión se reduce entonces a una pregunta:
¿Queremos una democracia?

jueves, agosto 28, 2008

De profesión, salir en la foto

De entre toda la variada lista de actividades a las que pueden dedicarse los humanos para ganarse la vida, hay algunas que dependen casi exclusivamente del efecto que cause la presencia y las palabras sobre los potenciales “clientes”. En esas profesiones es fundamental dedicar suficiente tiempo y recursos para obtener la imagen que se quiere ofrecer. Entre ellas están, por ejemplo, la de modelo, actor, comercial o vendedor, u otras consideradas menos honestas como timador, o, naturalmente, la de político.
La política es una profesión en la que el culto a la imagen alcanza las mayores cuotas de trascendencia. Y no sólo me refiero a lo meramente visual.
Por una parte, el político:
- Cuida impecablemente su apariencia, siempre ofreciendo la imagen que se considera más adecuada a la ocasión: elegante, sobrio y trajeado en unos casos, informal, descorbatado, vulgar o incluso extravagante en otros.
- Luce frecuentemente una sonrisa amable y confiada, que nada tiene que envidiar, por ejemplo, a la marmórea sonrisa de atrezzo de las nadadoras de natación sincronizada o a la mejor sonrisa seductora de George Clooney.
- Por medio de su expresión y su actitud, emana siempre un estudiado aire de seguridad y suficiencia.
Pero también:
- Es un excelente orador, convirtiendo banalidades, tonterías, obviedades o cháchara vacía de contenido en convincentes discursos.
- Dispone de las palabras más adecuadas en cada situación, de réplicas y contrarréplicas en cualquier debate, y es experto en eludir cuestiones incómodas “saliendo por los cerros de Úbeda” con una perfecta naturalidad.
- Viaja sin cesar, no dejando pasar acto, inauguración, homenaje o cualquier otro suceso donde haya una cámara o un micrófono que pueda retratar su presencia y con ella su enorme dedicación y esfuerzo, no perdiendo oportunidad alguna de “salir en la foto”.
Estas son, entre otras, las cualidades del político.

En fin, tengo que reconocer que hay políticos que son unos profesionales “como la copa de un pino”: casi todos los presidentes, ministros y consejeros y algunos diputados, alcaldes y concejales son excelentes en su trabajo, esto es, en el arte de venderse a sí mismos y a sus partidos.

Pero claro, algo falla en todo esto.
Los actores actúan, los vendedores venden, los timadores timan, pero los políticos... ¿no tienen otra ocupación distinta de la de venderse? Es decir, ¿su trabajo no es gestionar los asuntos públicos? ¿No los han elegido los ciudadanos para gobernar su nación, su comunidad, su municipio?
Sin embargo, los políticos dedican tanto tiempo a venderse que es imposible que encuentren tiempo para realizar adecuadamente la gestión de los asuntos públicos. Tampoco son profesionales de la gestión: no son gestores, sino vendedores. Algunos excepcionalmente buenos... vendiendo.

Una cuestión: si para vender hacen falta vendedores... para gestionar, se necesitan gestores, ¿no es así?

A pesar de ello, los ciudadanos escogen a vendedores para gobernar.

Craso error.

Ahí está una de las causas de los males que acosan al ciudadano hoy en día: en lugar de escoger a gestores, dejamos el gobierno en manos de mercachifles, pésimos para gobernar pero hábiles como nadie en “vender la moto”, aun cuando la moto no ande o incluso ni exista.

Y así, una vez más, encontramos otra evidencia de que, si queremos que las cosas mejoren, los ciudadanos tenemos que prescindir de esta clase política que por desgracia, en estos momentos, está dominando absolutamente el panorama político español.
Tenemos que sustituir a estos políticos por otros o, por qué no, ocuparnos nosotros mismos, directamente, del gobierno. Peor no lo vamos a hacer, al fin y al cabo tenemos, en general, la misma preparación que ellos para gobernar –ninguna-, pero, en cambio, quiero creer que tenemos, también en general, mucha mejor intención.
Para empezar sería suficiente con eso.

lunes, agosto 25, 2008

Prejuicios, corbatas y políticos

El hombre observa al grupo desde lejos, agazapado entre los arbustos. Son varios adultos y jóvenes, armados con sus venablos. Una partida de caza. Desde la distancia no aprecia su aspecto. Podrían ser de su clan.
El hombre lleva días siguiendo el rastro de una manada de ciervos. El rastro le ha conducido aquí. Pero están los otros.
No puede regresar con su gente con las manos vacías. Las manadas escasean, y necesitan la carne. Si esos extraños fueran de su clan, podrían ayudarle.
El hombre no tiene elección. Sale de los arbustos, y avanza, despacio, hacia los cazadores. Le ven. Muestran las palmas de las manos. Gestos amistosos.
Casi a tiro de venablo, el hombre alcanza a ver sus rostros sonrientes. Sus rasgos no le resultan familiares. Sus pinturas corporales, sus adornos, tampoco. No son de su clan.
De inmediato, el hombre se gira sobre sí mismo, y corre. A su espalda oye un gañido de rabia. Le persiguen. Pero no le alcanzan. Es rápido.
Cuando ya no puede más, se para. No hay señales de sus perseguidores. Ha escapado.


Multitud de encuentros similares a este han tenido lugar entre los humanos desde hace decenas de miles de años. El resultado de estos encuentros ha venido determinado, entre otras razones, por esa capacidad que tenemos los humanos para tomar decisiones sin analizar o razonar previamente y, por ello, sin perder un instante de un tiempo de reacción del que en muchas ocasiones no se dispone. Esta habilidad recibe distintos nombres: reacción instintiva, intuición, corazonada, sentimiento visceral
Para tomar este tipo de decisiones nos basamos, inconscientemente, en unos escasos y escogidos datos que nuestro cerebro procesa a toda velocidad. Una serie de reglas generales, del tipo “si es extranjero es malo”, bien instintivas, bien aprendidas, pero fáciles de evaluar. El término científico para definir estas reglas es “heurística”.
Pero esta habilidad, que es parte de nuestra naturaleza, que utilizamos continuamente y que ha sido fundamental para mantener al homo sapiens sobre la faz de la tierra hasta el día de hoy, tiene su “lado oscuro”.

Hace unos días se apresó a un terrorista de ETA, Arkaitz Goicoechea, el cual, siguiendo las 18 páginas del manual “de imagen” de la banda, había cambiado tanto su aspecto que no tenía el más mínimo parecido con las fotos que había de él en las fichas oficiales y en los carteles para la colaboración ciudadana. En dicho manual se resalta, también, que el miembro de la banda no debe aparecer “como un individuo descuidado o sucio”, “porque se tiende a asimilar al terrorista con una persona que no cuida su aseo”.
Así, Arkaitz, disfrazado de niño pijo, limpito y arreglado, vivía feliz entre sus vecinos sin que nadie sospechara nada.

Una parte de nuestras intuiciones son posibles gracias a unas reglas generales concretas: los estereotipos. Los humanos asimilamos valores, virtudes o defectos, a estereotipos, los cuales utilizamos, continuamente, para prejuzgar a los demás. El homo sapiens es el gran especialista, dentro del reino animal, en la clasificación de sus semejantes. Nos clasificamos por raza, edad, aspecto físico, vestimenta, ocupación, condición...
Nuestra lista de estereotipos es extensísima, y cada uno, cada estereotipo, viene acompañado de sus correspondientes características (“extranjero == malo”, “terrorista == desaseado”).
Por instinto, prejuzgamos a nuestros semejantes. En otro tiempo, eso nos sirvió para sobrevivir. Pero hoy, estas intuiciones, o prejuicios, son, como poco, inconvenientes.

En algunos casos aparentemente lo tenemos claro. La sociedad condena tajantemente el racismo o el machismo, como formas de discriminación inaceptables producidas por los prejuicios hacia los extraños o las mujeres.
Pero en otros casos todavía no lo tenemos tan claro.

No sólo sacan tajada los terroristas de esta “debilidad” humana, en otros ámbitos ocurre lo mismo. Por ejemplo, en cualquier actividad profesional la apariencia de todos aquellos que quieren vendernos algo está cuidadosamente estudiada. Los trajes (y corbatas, en caso de los hombres) son de uso obligado en muchos empleos. Y a pesar de que esto es algo sobradamente conocido, seguimos asimilando al estereotipo “traje y corbata” cualidades como experiencia, conocimiento, eficiencia o seriedad. Incluso sabiendo que la persona en cuestión puede ser simplemente un infeliz becario contratado el día anterior, o un Antonio Camacho cualquiera (ex-presidente de Gescartera, conocido también por sus elegantes, y costosas, vestimentas).
Seguimos prejuzgando a los demás, tal y como lo hacían nuestros antepasados hace decenas de miles de años, aun cuando, hoy, las reglas han cambiado. Aquellos que quieren engañarnos saben cómo hacerlo, saben cómo disfrazarse, cómo aparentar ser lo que no son.
Pero a pesar de que estamos prevenidos, a pesar de que la sabiduría popular nos advierte de que “las apariencias engañan”, de que hay “lobos con piel de cordero” y de que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, seguimos cayendo, una y otra vez, en la misma trampa de los prejuicios.
Y eso que este problema es bien fácil de solucionar: basta con hacer un pequeño esfuerzo para juzgar a las personas por sus actos, no por su apariencia. Juzgar sobre hechos, no sobre palabras o sobre aspecto. Casi siempre es posible hacerlo. Y cuando no, aplicar el sentido común: cuanto más luce el envoltorio menos vale el contenido.

En fin, ahí dejo este consejillo para mejorar nuestras vidas, previniendo los males evitables que sufrimos al dejarnos guiar en exceso por el instinto y confiar en las personas inadecuadas. Sígalo quien lo desee.

Naturalmente, entre esas personas inadecuadas destacan, especialmente, los políticos.


prejuicio
1. m. Acción y efecto de prejuzgar.
2. m. Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

prejuzgar
(Del lat. praeiudicāre).
1. tr. Juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal conocimiento.


NOTA: Como lectura relacionada (y recomendada) aquí dejo este libro: "Decisiones instintivas. La inteligencia del inconsciente", de Gerd Gigerenzer.

martes, julio 29, 2008

De dónde vienen las crisis (y II)

En el mensaje anterior intentaba explicar el origen de las crisis enfocándolo desde el punto de vista concreto de nuestra actual crisis inmobiliaria. Me gustaría ir más allá, subir el nivel de abstracción y tratar de abordar el origen real, subyacente, de esta crisis económica y de todas las demás.

Un poco de historia como punto de partida:
- En 1789, dentro del entorno de extrema desigualdad social de la Francia del siglo XVIII, se vivió la Revolución Francesa, consecuencia de la crisis económica a la que acompañó finalmente una gran escasez de alimentos, producto de los desorbitados impuestos con los que la nobleza absolutista se apropiaba de los recursos de campesinos y burgueses.
- En 1929, se produjo la que ha sido calificada como la mayor crisis económica del capitalismo: el crack del 29. Tras el superávit especulativo del mercado de valores de Nueva York, se había producido lo que se conoce como una “burbuja” económica. Movidos por el ansia de obtener dinero fácil, cientos de miles de norteamericanos habían invertido gran parte de sus ahorros, incluso llegando, en muchos casos, a pedir créditos para realizar sus inversiones. Cuando la burbuja pinchó, los valores de las acciones cayeron en picado, produciendo la ruina de los inversores y continuando con la “Gran depresión”, un periodo de declive económico que afectó a todas las naciones industrializadas.
- Prácticamente lo mismo que lo ocurrido en el crack del 29, aunque afortunadamente en menor grado, es lo que nos ha sucedido en España, sólo que en lugar de acciones aquí la inversión ha sido en ladrillo.
Es curioso, pero aparecen similitudes muy significativas entre los “felices años 20” americanos y estos últimos “felices años del sector de la construcción” españoles: grandes mejoras tecnológicas, concentración del capital en manos de grandes corporaciones, modelo de vida consumista (“american way of life”), créditos fáciles...
Similar escenario, similares acciones, similares consecuencias.
A pesar de las experiencias anteriores, la historia se repite, tropezamos una y otra vez con las mismas piedras.

Todas estas crisis tienen al menos dos puntos en común: el primero, la acumulación desproporcionada de recursos económicos en unas manos; el segundo, la escasez de los recursos en otras.
La sangría de impuestos con los que la nobleza francesa amasó sus colosales fortunas tuvo como consecuencia directa el empobrecimiento insoportable del pueblo francés. La acumulación de recursos económicos por parte de los especuladores americanos era insostenible, y tuvo su final cuando ya no hubo de donde obtener recursos para seguir subiendo el valor desmedido de las acciones. La acumulación de “ladrillo” en España ha cesado cuando ya no han quedado recursos suficientes a los potenciales compradores de viviendas para poder pagar los desorbitados precios a los que la especulación las ha llevado.

El primer principio de la termodinámica se resume así: “la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”. Con los recursos económicos, todo aquello que el ser humano puede poseer que tenga algún valor, incluido su trabajo, y hasta su vida, ocurre algo parecido. Los recursos ni se crean, ni se destruyen: se transforman... y cambian de manos. Por ello, la acumulación de recursos en un lugar, puesto que esos recursos tienen que venir de alguna parte, produce inevitablemente una escasez de recursos en otro lado. El crecimiento ilimitado de los recursos económicos de un sector de la población no es sostenible, porque los recursos vienen de los “almacenes” de recursos de otros sectores de la población, que son limitados y, tarde o temprano, se agotan. Y cuando esto ocurre, llegan las crisis.

¿Cuántas veces hemos escuchado últimamente que “los pobres son cada vez más pobres mientras los ricos son cada vez más ricos” o que “en XXX cada vez hay más millonarios”? Esas afirmaciones son una clara advertencia de que las cosas no se están haciendo bien. Cuanto más se acumula la riqueza en unas pocas manos, más escasea en otras.
Es el preludio de la crisis.

acumulación => escasez

La historia de la humanidad es un continuo devenir de crisis. El ansia de obtener poder y riqueza es una de las características naturales, instintivas, del ser humano. Como dice la canción: “todos queremos más, y más, y más, y mucho más”. Pasamos la vida intentando tener más, más de lo que nos corresponde por nuestro trabajo, más de lo que aportamos, por nuestra parte, a la sociedad, más de lo que tienen los demás. Y la consecuencia del éxito de algunos en esta “misión” es que otros tienen cada vez menos. Y cuando esa situación se vuelve insostenible, bien a nivel general, bien con algún recurso concreto o en algún lugar concreto, llegan las crisis.

Y con esto yo diría que hemos llegado, finalmente, al origen fundamental de las crisis económicas: nuestra naturaleza, nuestra avaricia, nuestro egoísmo, y también nuestra estupidez, que toma forma en la incapacidad para aprender de los errores y darnos cuenta de que las crisis se vuelven, al final, incluso hacia la mayoría de los que las causan.

Conocida la causa, la solución se revela evidente: acabar con la escasez, acabar con la desigualdad, acabar con la acumulación injusta de recursos, y con esto no sólo me refiero a los ricos, o a los especuladores, sino a todo el “primer mundo” en general, construido y mantenido, cada día, con recursos robados y sobre las vidas de millones de seres humanos.

Pero para ello habría que superar previamente esa avaricia y ese egoísmo animal que nos hacen comportarnos tal y como lo hacemos ahora.
No se puede acabar con la desigualdad si no se quiere acabar con la desigualdad.
No se puede acabar con la pobreza si el mayor deseo de cada uno es engrosar la lista de los ricos, o tener ese BMW, ese chalecito o esa tele de plasma de última generación.

En fin, para cambiar el mundo tendríamos que cambiar antes nuestra naturaleza. Habría que dejar de ser, en parte, los animales que somos, para ser otra cosa. Algo que el homo sapiens no ha sido nunca, pese a lo que nos creemos: seres humanos.
Me temo que es pedir demasiado a unos simios parlantes alopécicos y cabezones.

En fin, las crisis las causamos nosotros, y nosotros podemos ponerles fin. Si un número suficiente de personas tuviera la voluntad de actuar de forma diferente, cambiar las cosas sería sencillo, porque las medidas concretas para regular adecuadamente la actividad económica son más bien obvias, fácilmente alcanzables una vez se sabe lo que se quiere conseguir.
Pero si no hay voluntad de cambiar, y ahora mismo este es el caso, no hay solución. Sólo podemos sobrellevar lo mejor posible esta crisis y... las que van a venir después. Sólo podemos intentar sobrevivir lo mejor posible... como haría cualquier otro animal.

miércoles, julio 16, 2008

De dónde vienen las crisis

Les sonará de algo lo de los ciclos económicos. Al parecer, en economía, a ratos la cosa va bien, pero cada cierto tiempo, llegan las vacas flacas. Las crisis. Según dicen es algo inevitable, se presenta de repente, a veces sin avisar y suele venir del extranjero. Es decir, que no es culpa nuestra, ni de nuestros gobiernos. Faltaría más.
Por ejemplo, la actual crisis, según el Ministro de Industria, Miguel Sebastián, se ha producido por la subida del petróleo, la falta de liquidez y por el asuntillo de la vivienda. Y ha sido por culpa de Bush.

A los mortales comunes, como el que escribe, que no sabemos demasiado sobre macroeconomía, no nos queda más remedio que creernos lo que nos dicen “los que saben”. O eso pensarán algunos. Sin embargo, este mortal piensa de otra manera.

En 1993 se produjo la mayor crisis económica de nuestra “joven democracia”, salvando, claro, la presente. En el primer trimestre de 1994 el paro casi alcanzaba los cuatro millones de almas. Este hecho fue en gran medida consecuencia natural de la progresiva irrupción de la mujer en el mercado laboral español, dado que los gobiernos correspondientes no pusieron en marcha ninguna política eficaz de generación de empleo. A mayor número de trabajadores, si no se cambia nada, pues aumenta, lógicamente, el paro. Ante esa situación, la brillante solución que nos ofrecieron los políticos fue… precarizar el empleo (no lo llamaron así, claro). A empleo más precario, más trabajadores se pueden emplear. Y así, con la connivencia de los sindicatos mayoritarios, aparecieron el despido libre, las ETTs, y otras medidas similares. Sin embargo, el efecto de estas medidas no fue suficientemente notorio a corto plazo, que es el plazo en el que piensan los políticos.
Entonces apareció “El Salvador”: el sector de la construcción. Sin una necesidad real de ello, se empezaron a construir cada vez más y más viviendas. La construcción pasó a ser la mejor forma de inversión, y las hipotecas empezaron a crecer desaforadamente, tanto en número como en valor y, cómo no, en años de endeudamiento.
Y para construir viviendas, hacían falta trabajadores. El paro descendió enormemente, llegando a bajar de los dos millones en el año 2001 (tras un “ajuste” en el método de medición que suprimió alrededor de medio millón de parados adicionales del “recuento”).
Era el milagro de la construcción. El gozo de políticos y especuladores.
Sin embargo, de milagro no tenía nada.



El “neto” de esta operación para los españoles ha sido que hemos gastado una buena parte de nuestros ahorros, presentes y futuros, en construir viviendas que se van a quedar vacías. En lugar de crear empleo estable, se creó un empleo temporal precario, pagado hipotecando nuestro futuro. Se puso un parche a la economía nacional para ir tirando unos años más, hasta que... se acabaran los ahorros, hasta que se agotara el crédito de los españoles.
Y el crédito, tarde o temprano, tenía que agotarse. Y se ha agotado. Ya no hay para más hipotecas, y no se puede seguir construyendo viviendas que no se van a poder vender. Así, los empleos de la construcción, lógicamente, desaparecen. Volvemos a la situación del 93, pero con un nivel de endeudamiento mucho mayor y, por tanto, con menos capacidad para afrontar la crisis. Y con una parte de la actividad económica perdida, con sus correspondientes puestos de trabajo: la que hubiéramos activado con nuestros ingresos en el futuro, los cuales ya hemos despilfarrado. A cambio, tenemos viviendas vacías. Gran inversión.

Y ahí está el origen de la crisis. No en Bush, sino en nuestros políticos, los cuales son los que han permitido y alentado esta orgía inmobiliaria, entre otras acciones de similar calado. En lugar de políticas económicas beneficiosas, también a largo plazo, para los españoles, sólo nos han aportado una política cortoplacista de “pan para hoy y hambre para mañana”. Un “mañana” que ya está llegando.
El petróleo (o Bush), tal vez hayan influido algo, sí, adelantando el momento en el que nuestra burbuja económica iba a reventar. Pero iba a hacerlo de todas formas. Y es que 30 años de gestión económica de un estado por parte de un hatajo de, en el mejor de los casos, incompetentes, tarde o temprano tenían que dar el fruto correspondiente.

Para terminar, la solución: según el ministro Sebastián, hay que reducir el consumo de energía un 10% y comprar menos barriles de petróleo. Es decir, traducido al cristiano, apretarse el cinturón. Ah, y también hay que quitarse la corbata en verano.
Por mi parte, conocida la causa de la crisis, sugeriría otra medida adicional, a ejecutar por los ciudadanos: cambiar de políticos.