En cierta ocasión
se hallaba el rey Sabiondón, conocido por haber heredado la
sabiduría de un antepasado famoso, de visita en cierta nación
mediterránea. Su colega, el rey de esa nación, no ignorando esa
virtud, le invitó a presenciar cómo impartía justicia, como era
acostumbrado por esos lares.
Su primer asunto le
resultó familiar a Sabiondón. Un adorable bebé de rizos pelirrojos
estaba sobre una mesa en el centro de la sala, y dos mujeres situadas
a ambos lados afirmaban ser su madre verdadera.
La primera madre,
pelirroja también -aunque de bote- exclamó: “¡La Unidad de la
Izquierda es mía, siempre lo ha sido!”.
La segunda madre,
que lucía una larga coleta también de color rojo -y también
teñido-, aunque su pelo tenía mechones de casi todos los colores,
afirmó por su parte: “¡Yo soy la que Puede, y esta niña ahora es
mía!”.
El rey Sabiondón le
pidió permiso a su anfitrión para resolver él la cuestión. “Sé
cómo hacerlo”, le dijo, guiñando un ojo. “Tengo una vieja estrategia familiar que nunca falla en
estos casos”.
Y así, el rey
Sabiondón, convencido de que resolvería rápidamente la cuestión,
sacó su espada justiciera, y les dijo a las madres que, ante la
imposibilidad de saber quién era la verdadera, partiría a la niña
en dos y les daría a cada una un trozo.
Al instante, ambas
madres se pusieron a chillar desconsoladas ante la sentencia. “¡Que
horror!”, gritaban una y otra vez. Sin embargo, súbitamente, ambas se calmaron y,
fríamente, dijeron al unísono: “Adelante, majestad, nos
llevaremos cada una nuestra parte”.
El rey Sabiondón, que no
se esperaba esa reacción, se quedó petrificado. Y,
ante su pasividad, las madres se lanzaron sobre Unidad y la
descuartizaron salvajemente tirando de sus miembros. Y no sólo eso.
Otras madres sin hijos que estaban entre el público saltaron hacia
los despojos y pugnaron por conseguir algún pedazo de la niña.
Cuando todo terminó,
el rey Sabiondón se fijó en una de esas madres, vestida con una
camiseta con el lema “NO A LAS CORRIDAS DE TOROS”, que salía de la sala,
feliz y sonriente, con una oreja y la nariz sangrantes de la finada
Unidad en sus manos, mientras las acunaba y les cantaba una nana.
Y pensó: “Luego
se extrañarán de que gane otra vez la derecha”.
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