sábado, noviembre 29, 2008

Paz, razón y libros

En una emotiva escena de una serie de romanos, emitida hace unos meses en una de nuestras televisiones, salió de los labios de un soldado romano una frase que me llamó la atención. El soldado iba a participar en una campaña bélica de la cual contaba con no regresar. Al despedirse de su hijo, Priso, para no volver a verlo nunca, le dijo lo siguiente: “Lee mucho, Priso, sé un hombre de paz y razón”.
Me gustó la asociación: leer-paz-razón. El soldado no sólo asocia la razón a la lectura. También le asocia la paz.
Y tiene motivos.
Leer proporciona conocimientos, cultura, sabiduría. Todo ello abre la mente del lector a otras formas de pensar, a otras ideas, a las motivaciones de otras personas diferentes a él, lejanas en el tiempo y en el espacio, pero cercanas en las páginas de un libro. Le abre la puerta a la aceptación de la diversidad humana. Le hace tolerante.
Pero leer también es una actividad, en sí misma, pacífica. Pocas cosas muestran menos agresividad que un lector ensimismado en las páginas de un libro. La actividad de leer emana calma, tranquilidad, armonía con en entorno. Habitualmente, no se lee en una situación de tensión, o de estrés.
Leer tampoco alimenta, como otras actividades, esos instintos atávicos que llevamos arraigados los humanos en nuestro código genético (competitividad y gregarismo), que generan, en muchas ocasiones, agresividad y violencia. No veremos nunca a una banda de hooligans partidarios de Stephen King atacar, armados con navajas y cadenas, a algún seguidor de las novelas de Paul Auster. Leer puede generar discusión, pero nunca agresión.
Y finalmente, leer también proporciona oportunidades. Tal vez ese podría haber sido el sentido que el guionista de la serie quiso darle a la frase del soldado: “lee, hazte un hombre de letras, y no tendrás que ganarte la vida causando la muerte, luchando como soldado en las guerras de otros, hasta perderla a manos de otro esclavo de las armas, como tu padre”. La práctica de la lectura se convierte en capacidad, y esta en oportunidad… para aprender, de los libros, de los manuales, nuevas habilidades, nuevas destrezas, nuevos oficios. Leer proporciona más alternativas para ganarse el pan, y con ello, seguridad, tranquilidad, independencia.
Cuántas cosas se pueden encontrar entre las páginas de un libro.
Así que, por ello, me voy a permitir, desde estas líneas, hacer eco de las sabias palabras de ese ficticio soldado. Lean, y motiven a sus hijos a que lo hagan. No importa que sean libros, tebeos, cómic o manga. No importa si es en papel o en soporte digital. No importa si es un producto extranjero, como el Harry Potter de J. K. Rowling, o si escogemos la maravillosa fantasía de nuestra Laura Gallego. No importa si son Best Seller o libros de autores desconocidos. No importa si es prosa o poesía, novela o divulgación, novela negra o novela romántica, clásicos o contemporáneos. Basta, simplemente, con que se disfrute de la lectura. Y así, después de un libro, vendrá otro. Y otro. Y con ellos, todo lo que los libros traen consigo.
Lean muchos libros, sean humanos de paz y razón. Leamos muchos libros, creemos una sociedad de paz y razón.

viernes, octubre 24, 2008

El dilema del prisionero

“La policía arresta a dos delincuentes que han cometido juntos un delito. No hay pruebas suficientes para condenarlos. Tras haberlos separado, les ofrece el mismo trato: Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, 10 años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esa pena y será el cómplice quien salga libre. Si ambos permanecen callados, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante 6 meses por un cargo menor. Si ambos confiesan, los dos serán condenados a 6 años.”


Este problema es uno de los ejemplos más conocidos de un área de las matemáticas llamada teoría de juegos, que trata de modelar la forma en la que los humanos tomamos las decisiones cuando hay terceros implicados. Es el campo al que se dedicó el premio Nobel John Nash, cuya vida inspiró la película “Una mente maravillosa”, interpretada por Russell Crowe.
Fue precisamente Nash el que mostró que los dos prisioneros optarían, en el llamado “equilibrio de Nash”, por traicionar al otro, a pesar de que, si los dos callaran, sería más beneficioso para ellos. Simplificando, la explicación es que así toman una decisión que supone el mal menor de todos los posibles dependiendo exclusivamente de sí mismos. Si confían en su compañero y este les traiciona podrían estar 10 años en la cárcel, así que, al traicionarle a su vez, se aseguran que en el peor de los casos sólo estarán 6 años.

Pese a la poca relevancia que aparentemente pueda tener algo llamado “teoría de juegos”, resulta que esta rama de la matemática tiene importantes aplicaciones en la vida real, en campos tan diferentes como economía, biología, filosofía, estrategia militar, ética, informática… y, como no, en política. Como muestra, este otro “dilema del prisionero” que vivimos periódicamente en nuestro país:

Varios millones de ciudadanos se enfrentan, cada cuatro años, a la toma de una decisión: qué hacer con su voto en las elecciones. Se les plantean dos opciones: la de votar a un partido político asumido como malo (cada vez menos españoles piensan ya que los políticos hacen bien su trabajo) o votar a otro presentado por los medios de comunicación como catastróficamente peor (los partidos concretos varían dependiendo del medio por el que el ciudadano se guíe). También tienen la opción de votar a partidos alternativos o votar en blanco, aunque es desincentivada desde los medios con la casi total ausencia de información sobre las otras alternativas existentes.




En este dilema de los votantes, el equilibrio de Nash se alcanza con el decantamiento mayoritario por el mal menor, esto es, el voto al menos malo de entre los partidos “oficiales” promovidos por los medios. A pesar de que, si todos los ciudadanos votaran a partidos alternativos, terminarían por librarse de aquellos reconocidamente perniciosos, en mayor o menor medida, para todos (sería el bien mayor, salir libre), el votante no se decide por esa vía, porque para tener éxito depende de la colaboración del resto de los ciudadanos, de los cuales, desgraciadamente, no se fía. Por ello, ese votante no osa correr el riesgo de votar alternativo, restando así votos al partido “menos malo” (mal menor, la condena de 6 años) en su lucha contra ese partido al que se teme o aborrece más que a nada en el mundo (el mal mayor, la condena de 10 años).

Y esta estrategia de manipulación de los ciudadanos funciona. Su éxito se basa en tres factores clave:

1) El primero, los gobiernos y los políticos de los distintos partidos deben ser malos, rematadamente malos. Así, los medios de comunicación pueden dividirse el papel de demonizar a unos o a otros, con motivos sobrados para ello (con lo que las críticas son creíbles y veraces); tan sólo tienen que incidir más en los errores de unos y atenuar los de otros para que el ciudadano que sigue ese medio caiga en la trampa de considerar que unos son “menos malos” que los otros. Además, la crítica recíproca crea una falsa pero necesaria sensación de pluralismo político.
Y bueno, si un partido lo hiciera bien, destacaría tanto que se llevaría todos los votos y acabaría con el dilema, con el otro partido, con el bipartidismo, y, de paso, con la partitocracia. No es una opción.
Los políticos actuales no tienen ninguna dificultad en dar adecuado cumplimiento a este requisito.

2) El segundo aspecto clave es mantener a los ciudadanos enfrentados unos con otros, ya que la forma de evitar el perjuicio de estos “dilemas de prisioneros” es la cooperación mutua. Si los delincuentes cooperan, ambos salen libres casi sin condena; se supone que no lo van a hacer porque son delincuentes y, lógicamente, no se fían el uno del otro. Si los ciudadanos cooperásemos, nos haríamos con el poder, ese que corresponde al ciudadano en los sistemas democráticos. Pero como los ciudadanos, en general, no somos delincuentes, hay que evitar de otra forma que nos pongamos de acuerdo. Para eso están esa acritud, enfrentamiento y “mala sangre” que cada día está presente en los medios de comunicación: rojos contra azules, izquierdas contra derechas, nacionalistas contra no nacionalistas, católicos contra laicos… los medios vierten el veneno necesario para mantener enfrentados a suficientes ciudadanos como para que nunca lleguen a plantearse siquiera cooperar.

3) Y el tercer factor clave: la ignorancia. Mantener una ciudadanía lo más desinformada posible, ignorante de los tejemanejes del poder, democráticamente inmadura y, también, si se puede, lo más idiotizada posible. Cuanto más, mejor.
Nuestro sistema educativo y la televisión son fundamentalmente los medios escogidos para cumplir con este objetivo.

Así, manteniendo las condiciones necesarias, se consigue que millones de españolitos tomen cíclicamente la misma decisión ante el mismo dilema, eligiendo, una y otra vez, a los partidos “menos malos”, los cuales siguen en el poder. La alternativa, el reemplazar a nuestra actual clase política por políticos honrados y competentes, esta bloqueada, porque somos incapaces de tomar, mayoritariamente, como pueblo unido, una decisión diferente a la que estamos predispuestos, por naturaleza, a tomar.
Tal y como está previsto y estudiado e, incluso, matemáticamente modelado.

Panorama desolador, otra vez. No me quito este pesimismo de encima…

En fin, termino con una propuesta por si este análisis puede, quién sabe, ayudar en algo: sabiendo lo que hacen con nosotros, podemos cambiar nuestra forma natural de responder. Podemos, simplemente, cooperar.
Una forma de hacerlo: elegir una opción de voto que, aunque sea inútil si somos pocos los implicados, sea útil si la escogen millones, si cooperamos millones. Mi opción es el voto en blanco computable, pero pueden valer otras. No la abstención, que ya es utilizada por millones de ciudadanos sin producir efecto. No los partidos o políticos que salen por la tele, que son los oficiales. Cualquiera de los demás, los desconocidos. O el voto en blanco.
Si muchos cooperamos, funcionará. Si no es así, no funcionará. Pero realmente no tenemos nada que perder: en el peor de los casos, ganarán los de siempre, seguiremos igual, cuatro años más en este demencial “equilibrio de Nash”.

Así que, por mi parte, al menos, desde este humilde y desconocido rincón de Internet, proclamo mi intención de cooperar. Hagan lo que hagan los demás. Sirva o no sirva de algo. Mi posición es y será, para siempre, la de COOPERAR.

lunes, septiembre 22, 2008

Decisiones democráticas

En 1779, Benjamin Franklin aconsejaba a su sobrino, indeciso sobre su futura elección de esposa (al parecer dudaba entre dos posibles candidatas), de esta manera:
Si dudas, escribe todas las razones, a favor y en contra, en columnas paralelas en un trozo de papel, y cuando hayas pensado en ellas durante dos o tres días, realiza una operación similar a la de algunas cuestiones de álgebra; observa qué razones o motivos de cada columna tienen igual peso, o son equivalentes en la proporción uno a uno, uno a dos, dos a tres, o algo por el estilo, y cuando hayas marcado todas las igualdades de ambos lados, verás en qué columna queda el equilibrio... si no haces así, me temo que no te casarás nunca.
Pese a provenir de una personalidad de la talla intelectual de Franklin, científico, inventor y uno de los padres de la Constitución americana, este consejo es, cuanto menos, discutible.
Este sistema de toma de decisiones, al que Franklin llamó “álgebra moral”, no es precisamente la forma natural en la que lo hacemos los humanos. Por el contrario, tomamos las decisiones siguiendo unos procesos asombrosamente simples, incluso en circunstancias de gran complejidad; es más, por lo general, nuestras decisiones suelen estar basadas en una única razón. En palabras de Mae West: “Un hombre puede ser bajito, regordete y calvo, pero si tiene fuego, gustará a las mujeres”. Desde luego, Mae no necesitaba un complicado análisis lógico para elegir pareja.

Otro de los casos más claros de procesos de decisión simples en circunstancias complejas es el de nuestros procesos electorales. Los españoles nos enfrentamos a un numerosísimo elenco de partidos políticos (unos 100 estas últimas generales), con sus consiguientes programas o propuestas y sus listados de diputados y senadores. En total, cientos de ideas, medidas, propuestas, políticos, aspectos particulares a valorar. La tarea de analizarlo todo e intentar hacer una predicción aceptablemente válida acerca de la actuación de cada partido durante los próximos cuatro años resulta sencillamente abrumadora.
Pero nadie elabora complejas tablas al estilo Franklin, valorando miles de razones a favor y en contra de votar a unos u otros. En realidad, la decisión de nuestra opción de voto (o de no voto) es mucho más sencilla.
Para empezar, la inmensa mayoría de los votantes se centra exclusivamente en los partidos más conocidos (los que salen por la tele). Los demás ni se tienen en cuenta. Es el primer filtro.
El segundo filtro es casi siempre un único factor: para muchos, la identificación de un partido con una ideología: izquierda-centro-derecha, nacionalista-no nacionalista. Otros votan a la contra, para que no gane “el malo”, sea este el que sea. Otros lo hacen por simpatía hacia un político, al partido de la oposición para que haya alternancia, o al que gobierna porque “les va bien”. Otros se deciden por la postura de un partido con respecto a un asunto concreto o por un acto de gobierno anterior: la guerra de Irak, el aborto, la eutanasia, el terrorismo o incluso por una asignatura de la ESO.

Así es como decidimos los humanos. Usamos nuestra capacidad de abstracción para extraer el que creemos más importante de entre un conjunto de aspectos, y escogemos teniendo únicamente ese en cuenta. Si no basta para decidirnos, repetimos la operación con otro. Y así sucesivamente.
Así, elegimos un electrodoméstico por su marca conocida (1ª razón) y su buen precio (2ª razón); elegimos un médico porque nos escucha (una razón) o tal vez porque nos firma bajas por enfermedad; nuestro bar favorito es el que pone las tapas más grandes, viajamos por carretera por la ruta más rápida, caminamos por las calles más transitadas, compramos en las tiendas “de moda”… y así con todo. Es raro necesitar más de dos o tres razones para decidir algo.
Pero este sistema de toma de decisiones, bueno para el homo sapiens que vivía hace miles de años en un mundo primitivo, mucho menos complejo que el actual, no siempre es adecuado en nuestros días. Uno de estos casos es el que nos ocupa: el de escoger un partido que nos gobierne durante cuatro largos años.
Valorar en una única decisión un gobierno supone procesar una cantidad enorme de información, excesiva para nuestro limitado cerebro humano. Como no podemos manejarla, simplemente, la ignoramos. Tampoco utilizamos, como alternativa, el “álgebra moral” de Franklin. Votamos por dos o tres detalles escogidos sin tino, influidos por el marketing político, que casi nunca tienen relación con las decisiones que van a tomar posteriormente los políticos electos.
No tiene el menor sentido.
En nuestro sistema político se nos ofrecen multitud de partidos que casi nadie tiene en cuenta, multitud de programas que casi nadie lee, multitud de propuestas que casi nadie puede valorar o que ni siquiera conoce. Es un sistema político mal diseñado. Las actuaciones de los distintos gobiernos se llevan a cabo, en su mayoría, con el desconocimiento de los ciudadanos o incluso en contra de su voluntad. Es decir, no son democráticas: nuestro sistema político, tal y como está diseñado, no es democrático. Al menos, no para humanos.

Pero, aunque no podemos dejar de ser humanos, sí podemos rediseñar nuestro sistema político.




Voy a enfocar la cuestión de otra manera, haciendo números, para llegar a la misma conclusión. Especulemos un poco:
Imaginémonos una de las promesas electorales del partido del gobierno, el PSOE. Como ya sabemos, las razones para votar a los partidos son variopintas y diferentes para cada elector, por lo que una parte de los votantes del PSOE ni siquiera habrán considerado esa promesa electoral concreta, mientras que otros incluso estarán en desacuerdo, aunque otros motivos para ellos más importantes han inclinado su voto hacia ese partido.
Vamos a considerar que la medida es popular, es decir, está en general bien vista entre los votantes del PSOE. En ese caso, una buena aproximación, en cifras, podría ser la de suponer que, dentro de los votantes del PSOE, un 80% está a favor de la actuación y un 20% en contra (por simplificar podemos ignorar a los indiferentes). Teniendo en cuenta que el PSOE está gobernando con el 43% de los votos válidos emitidos, esos votantes del PSOE supondrían aproximadamente un 35% del total de votantes.
Si la medida es popular, una parte de los votantes de los otros partidos también la va a ver con buenos ojos; incluso los del PP, ya que muchos de ellos, al igual que los del PSOE, no han tenido en cuenta el programa del PSOE a la hora de decidir su voto al partido de la oposición. Sin embargo, el hecho de ser una medida del PSOE le restará mucho apoyo entre los votantes del PP. Me voy a permitir una estimación algo arbitraria: un 20% de los votantes a los otros partidos está a favor. Eso corresponde aproximadamente a un 12% del total de votantes. Sumados a los del PSOE nos da un 47%.
Considerando el resto de la ciudadanía, la mayoría de ese 1,12% de votantes en blanco estará probablemente en contra; por otra parte, entre el 30% de abstencionistas, es difícil hacer alguna suposición: si la medida es popular algunos estarán a favor, pero una parte estará mayormente en contra: los que se abstienen como modo de protesta. Supongamos un empate.
Sumando y restando, se obtiene aproximadamente un 46% de ciudadanos a favor como resultado final de este ejercicio numérico. Un apoyo sorprendentemente bajo teniendo en cuenta que estamos ante una medida popular: si el PSOE llega a ejecutar esa promesa, lo hará con más del 50% de la ciudadanía en contra.

Este cálculo tiene un margen de error importante que hay que tener en cuenta. Además, de entre todas las promesas, habrá alguna extremadamente popular que sea del agrado de una mayoría de ciudadanos. Así que se puede admitir que unas pocas de las actuaciones de los gobiernos van a ser democráticas, pero serán las excepciones a la regla. Por el contrario, la mayoría de las actuaciones son poco o nada conocidas y/o escasamente populares; si las más conocidas y populares rondan, siendo optimistas, el 50% de apoyo de la ciudadanía, el resto quedarán definitivamente por debajo, algunas incluso con la gran mayoría de la ciudadanía en contra.
Es decir, que la mayor parte de las actuaciones de los diferentes gobiernos, estatal, autonómicos y municipales, se llevan a cabo, en España, contra la voluntad del pueblo.
Justo lo opuesto a lo que ocurre en las democracias.




Pero no habría sido necesario recurrir a estudios científicos sobre el cerebro o a cálculos numéricos especulativos para llegar a la conclusión de que en España no existe la democracia: habría bastado con echar un vistazo a algunas medidas concretas de los gobiernos, a esa gran cantidad de decisiones políticas que son rechazadas de forma mayoritaria por los ciudadanos, incluidos los mismísimos votantes del partido que las toma. Por ejemplo, entre otras muchas, las reiteradas auto-subidas de sueldo de políticos y altos cargos, la participación en ciertos actos bélicos, la politización de la Justicia, las sucesivas reformas laborales que han conducido a la cada vez mayor precarización del empleo, las medidas de gestión del sistema educativo que nos ha llevado a tener un 30% de fracaso escolar, o las del sistema sanitario donde todavía padecemos, entre otros despropósitos, listas de espera de meses
Y esas son medidas más o menos conocidas. No digamos lo que ocurriría con esa multitud de decisiones oscuras que no trascienden a los medios de comunicación: asignación de contratos públicos, nepotismo, enchufes, oposiciones, tramitación de expedientes administrativos, licencias, denuncias…
Lo cierto es que ninguna persona en su sano juicio aprobaría la labor de estos gobiernos, si la conociera en profundidad y si fuera capaz de valorarla. Las decisiones que los políticos toman con un apoyo mayoritario de ciudadanos son tan escasas que probablemente nos bastaría una mano para contarlas. El resto de sus decisiones, es decir, casi todas, se ejecutan contra la voluntad de la ciudadanía.




El error de nuestro sistema político se reduce, básicamente, a que no existe la debida correspondencia entre la voluntad de los ciudadanos y las decisiones de los políticos.

Por fortuna, ese error no es irreparable. La solución del problema es obvia: que los ciudadanos tomen las decisiones directamente… y de una en una, y que los políticos sean meros ejecutores de las decisiones de los ciudadanos.
En otras palabras, hay que convertir a los políticos en gestores y a los ciudadanos en políticos.

Aunque someter todas las decisiones a referéndum es imposible, no lo es ir modificando el sistema poco a poco para ir abriendo cada vez más la vía de la participación ciudadana directa. Estas son posibles alternativas, ya utilizadas en otras naciones, para conseguir ese objetivo:
1) Incluir una “papeleta referéndum” en los actuales procesos electorales, con diferentes cuestiones: las penas para los pederastas, la postura básica sobre el aborto o la eutanasia, la asignatura de Educación para la ciudadanía… o cualquier otra que fuera susceptible de ser planteada por este medio. Así, los votantes podrían decidir sobre esos asuntos, e independientemente elegir al político o partido por el que se sientan representados; sólo que ahora la decisión de los votantes sería vinculante para los políticos electos.
Esta medida sería muy fácil de implementar, a la vez que barata, pues apenas conllevaría el sobrecoste de una papeleta más cada cuatro años; y, bueno, tal vez unas horas más de trabajo para los sufridos “voluntarios” de las mesas electorales.
Un requisito indispensable para que funcionase esta medida sería la implementación de un procedimiento de iniciativa ciudadana viable (no como el que tenemos ahora), para que la inclusión de preguntas en esa papeleta estuviera abierta también a la ciudadanía.
2) La celebración de referéndum vinculantes puntuales para los asuntos urgentes que surgieran durante la legislatura. Se podrían unir, para ahorrar costes, en un referéndum anual.
Naturalmente, estas dos medidas tienen que estar habilitadas a todos los niveles: los referéndum deben ser estatales, autonómicos y locales.
3) La implantación de presupuestos participativos en todos los municipios. Esta medida se podría implantar de forma progresiva, empezando por un pequeño porcentaje del presupuesto municipal que se iría incrementando cada año.
Y claro, por presupuesto participativo entiendo aquel en el que los vecinos participan directamente y en el que sus decisiones son vinculantes. Es decir, no me estoy refiriendo a los casos de autoproclamados “presupuestos participativos” que están “funcionando” actualmente en algunos municipios españoles.

Hay muchas otras opciones, aparte de estas tres, para ir haciendo democrático nuestro actual sistema; y no hay razón alguna para no utilizarlas. Los sistemas políticos pueden reformarse, es más, deben ser reformados, progresar, avanzar, evolucionar… hacia mejores formas de gobierno.

Así que la democracia es posible, está a nuestro alcance… si queremos alcanzarla. La cuestión se reduce entonces a una pregunta:
¿Queremos una democracia?

jueves, agosto 28, 2008

De profesión, salir en la foto

De entre toda la variada lista de actividades a las que pueden dedicarse los humanos para ganarse la vida, hay algunas que dependen casi exclusivamente del efecto que cause la presencia y las palabras sobre los potenciales “clientes”. En esas profesiones es fundamental dedicar suficiente tiempo y recursos para obtener la imagen que se quiere ofrecer. Entre ellas están, por ejemplo, la de modelo, actor, comercial o vendedor, u otras consideradas menos honestas como timador, o, naturalmente, la de político.
La política es una profesión en la que el culto a la imagen alcanza las mayores cuotas de trascendencia. Y no sólo me refiero a lo meramente visual.
Por una parte, el político:
- Cuida impecablemente su apariencia, siempre ofreciendo la imagen que se considera más adecuada a la ocasión: elegante, sobrio y trajeado en unos casos, informal, descorbatado, vulgar o incluso extravagante en otros.
- Luce frecuentemente una sonrisa amable y confiada, que nada tiene que envidiar, por ejemplo, a la marmórea sonrisa de atrezzo de las nadadoras de natación sincronizada o a la mejor sonrisa seductora de George Clooney.
- Por medio de su expresión y su actitud, emana siempre un estudiado aire de seguridad y suficiencia.
Pero también:
- Es un excelente orador, convirtiendo banalidades, tonterías, obviedades o cháchara vacía de contenido en convincentes discursos.
- Dispone de las palabras más adecuadas en cada situación, de réplicas y contrarréplicas en cualquier debate, y es experto en eludir cuestiones incómodas “saliendo por los cerros de Úbeda” con una perfecta naturalidad.
- Viaja sin cesar, no dejando pasar acto, inauguración, homenaje o cualquier otro suceso donde haya una cámara o un micrófono que pueda retratar su presencia y con ella su enorme dedicación y esfuerzo, no perdiendo oportunidad alguna de “salir en la foto”.
Estas son, entre otras, las cualidades del político.

En fin, tengo que reconocer que hay políticos que son unos profesionales “como la copa de un pino”: casi todos los presidentes, ministros y consejeros y algunos diputados, alcaldes y concejales son excelentes en su trabajo, esto es, en el arte de venderse a sí mismos y a sus partidos.

Pero claro, algo falla en todo esto.
Los actores actúan, los vendedores venden, los timadores timan, pero los políticos... ¿no tienen otra ocupación distinta de la de venderse? Es decir, ¿su trabajo no es gestionar los asuntos públicos? ¿No los han elegido los ciudadanos para gobernar su nación, su comunidad, su municipio?
Sin embargo, los políticos dedican tanto tiempo a venderse que es imposible que encuentren tiempo para realizar adecuadamente la gestión de los asuntos públicos. Tampoco son profesionales de la gestión: no son gestores, sino vendedores. Algunos excepcionalmente buenos... vendiendo.

Una cuestión: si para vender hacen falta vendedores... para gestionar, se necesitan gestores, ¿no es así?

A pesar de ello, los ciudadanos escogen a vendedores para gobernar.

Craso error.

Ahí está una de las causas de los males que acosan al ciudadano hoy en día: en lugar de escoger a gestores, dejamos el gobierno en manos de mercachifles, pésimos para gobernar pero hábiles como nadie en “vender la moto”, aun cuando la moto no ande o incluso ni exista.

Y así, una vez más, encontramos otra evidencia de que, si queremos que las cosas mejoren, los ciudadanos tenemos que prescindir de esta clase política que por desgracia, en estos momentos, está dominando absolutamente el panorama político español.
Tenemos que sustituir a estos políticos por otros o, por qué no, ocuparnos nosotros mismos, directamente, del gobierno. Peor no lo vamos a hacer, al fin y al cabo tenemos, en general, la misma preparación que ellos para gobernar –ninguna-, pero, en cambio, quiero creer que tenemos, también en general, mucha mejor intención.
Para empezar sería suficiente con eso.

lunes, agosto 25, 2008

Prejuicios, corbatas y políticos

El hombre observa al grupo desde lejos, agazapado entre los arbustos. Son varios adultos y jóvenes, armados con sus venablos. Una partida de caza. Desde la distancia no aprecia su aspecto. Podrían ser de su clan.
El hombre lleva días siguiendo el rastro de una manada de ciervos. El rastro le ha conducido aquí. Pero están los otros.
No puede regresar con su gente con las manos vacías. Las manadas escasean, y necesitan la carne. Si esos extraños fueran de su clan, podrían ayudarle.
El hombre no tiene elección. Sale de los arbustos, y avanza, despacio, hacia los cazadores. Le ven. Muestran las palmas de las manos. Gestos amistosos.
Casi a tiro de venablo, el hombre alcanza a ver sus rostros sonrientes. Sus rasgos no le resultan familiares. Sus pinturas corporales, sus adornos, tampoco. No son de su clan.
De inmediato, el hombre se gira sobre sí mismo, y corre. A su espalda oye un gañido de rabia. Le persiguen. Pero no le alcanzan. Es rápido.
Cuando ya no puede más, se para. No hay señales de sus perseguidores. Ha escapado.


Multitud de encuentros similares a este han tenido lugar entre los humanos desde hace decenas de miles de años. El resultado de estos encuentros ha venido determinado, entre otras razones, por esa capacidad que tenemos los humanos para tomar decisiones sin analizar o razonar previamente y, por ello, sin perder un instante de un tiempo de reacción del que en muchas ocasiones no se dispone. Esta habilidad recibe distintos nombres: reacción instintiva, intuición, corazonada, sentimiento visceral
Para tomar este tipo de decisiones nos basamos, inconscientemente, en unos escasos y escogidos datos que nuestro cerebro procesa a toda velocidad. Una serie de reglas generales, del tipo “si es extranjero es malo”, bien instintivas, bien aprendidas, pero fáciles de evaluar. El término científico para definir estas reglas es “heurística”.
Pero esta habilidad, que es parte de nuestra naturaleza, que utilizamos continuamente y que ha sido fundamental para mantener al homo sapiens sobre la faz de la tierra hasta el día de hoy, tiene su “lado oscuro”.

Hace unos días se apresó a un terrorista de ETA, Arkaitz Goicoechea, el cual, siguiendo las 18 páginas del manual “de imagen” de la banda, había cambiado tanto su aspecto que no tenía el más mínimo parecido con las fotos que había de él en las fichas oficiales y en los carteles para la colaboración ciudadana. En dicho manual se resalta, también, que el miembro de la banda no debe aparecer “como un individuo descuidado o sucio”, “porque se tiende a asimilar al terrorista con una persona que no cuida su aseo”.
Así, Arkaitz, disfrazado de niño pijo, limpito y arreglado, vivía feliz entre sus vecinos sin que nadie sospechara nada.

Una parte de nuestras intuiciones son posibles gracias a unas reglas generales concretas: los estereotipos. Los humanos asimilamos valores, virtudes o defectos, a estereotipos, los cuales utilizamos, continuamente, para prejuzgar a los demás. El homo sapiens es el gran especialista, dentro del reino animal, en la clasificación de sus semejantes. Nos clasificamos por raza, edad, aspecto físico, vestimenta, ocupación, condición...
Nuestra lista de estereotipos es extensísima, y cada uno, cada estereotipo, viene acompañado de sus correspondientes características (“extranjero == malo”, “terrorista == desaseado”).
Por instinto, prejuzgamos a nuestros semejantes. En otro tiempo, eso nos sirvió para sobrevivir. Pero hoy, estas intuiciones, o prejuicios, son, como poco, inconvenientes.

En algunos casos aparentemente lo tenemos claro. La sociedad condena tajantemente el racismo o el machismo, como formas de discriminación inaceptables producidas por los prejuicios hacia los extraños o las mujeres.
Pero en otros casos todavía no lo tenemos tan claro.

No sólo sacan tajada los terroristas de esta “debilidad” humana, en otros ámbitos ocurre lo mismo. Por ejemplo, en cualquier actividad profesional la apariencia de todos aquellos que quieren vendernos algo está cuidadosamente estudiada. Los trajes (y corbatas, en caso de los hombres) son de uso obligado en muchos empleos. Y a pesar de que esto es algo sobradamente conocido, seguimos asimilando al estereotipo “traje y corbata” cualidades como experiencia, conocimiento, eficiencia o seriedad. Incluso sabiendo que la persona en cuestión puede ser simplemente un infeliz becario contratado el día anterior, o un Antonio Camacho cualquiera (ex-presidente de Gescartera, conocido también por sus elegantes, y costosas, vestimentas).
Seguimos prejuzgando a los demás, tal y como lo hacían nuestros antepasados hace decenas de miles de años, aun cuando, hoy, las reglas han cambiado. Aquellos que quieren engañarnos saben cómo hacerlo, saben cómo disfrazarse, cómo aparentar ser lo que no son.
Pero a pesar de que estamos prevenidos, a pesar de que la sabiduría popular nos advierte de que “las apariencias engañan”, de que hay “lobos con piel de cordero” y de que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, seguimos cayendo, una y otra vez, en la misma trampa de los prejuicios.
Y eso que este problema es bien fácil de solucionar: basta con hacer un pequeño esfuerzo para juzgar a las personas por sus actos, no por su apariencia. Juzgar sobre hechos, no sobre palabras o sobre aspecto. Casi siempre es posible hacerlo. Y cuando no, aplicar el sentido común: cuanto más luce el envoltorio menos vale el contenido.

En fin, ahí dejo este consejillo para mejorar nuestras vidas, previniendo los males evitables que sufrimos al dejarnos guiar en exceso por el instinto y confiar en las personas inadecuadas. Sígalo quien lo desee.

Naturalmente, entre esas personas inadecuadas destacan, especialmente, los políticos.


prejuicio
1. m. Acción y efecto de prejuzgar.
2. m. Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

prejuzgar
(Del lat. praeiudicāre).
1. tr. Juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal conocimiento.


NOTA: Como lectura relacionada (y recomendada) aquí dejo este libro: "Decisiones instintivas. La inteligencia del inconsciente", de Gerd Gigerenzer.