lunes, septiembre 22, 2008

Decisiones democráticas

En 1779, Benjamin Franklin aconsejaba a su sobrino, indeciso sobre su futura elección de esposa (al parecer dudaba entre dos posibles candidatas), de esta manera:
Si dudas, escribe todas las razones, a favor y en contra, en columnas paralelas en un trozo de papel, y cuando hayas pensado en ellas durante dos o tres días, realiza una operación similar a la de algunas cuestiones de álgebra; observa qué razones o motivos de cada columna tienen igual peso, o son equivalentes en la proporción uno a uno, uno a dos, dos a tres, o algo por el estilo, y cuando hayas marcado todas las igualdades de ambos lados, verás en qué columna queda el equilibrio... si no haces así, me temo que no te casarás nunca.
Pese a provenir de una personalidad de la talla intelectual de Franklin, científico, inventor y uno de los padres de la Constitución americana, este consejo es, cuanto menos, discutible.
Este sistema de toma de decisiones, al que Franklin llamó “álgebra moral”, no es precisamente la forma natural en la que lo hacemos los humanos. Por el contrario, tomamos las decisiones siguiendo unos procesos asombrosamente simples, incluso en circunstancias de gran complejidad; es más, por lo general, nuestras decisiones suelen estar basadas en una única razón. En palabras de Mae West: “Un hombre puede ser bajito, regordete y calvo, pero si tiene fuego, gustará a las mujeres”. Desde luego, Mae no necesitaba un complicado análisis lógico para elegir pareja.

Otro de los casos más claros de procesos de decisión simples en circunstancias complejas es el de nuestros procesos electorales. Los españoles nos enfrentamos a un numerosísimo elenco de partidos políticos (unos 100 estas últimas generales), con sus consiguientes programas o propuestas y sus listados de diputados y senadores. En total, cientos de ideas, medidas, propuestas, políticos, aspectos particulares a valorar. La tarea de analizarlo todo e intentar hacer una predicción aceptablemente válida acerca de la actuación de cada partido durante los próximos cuatro años resulta sencillamente abrumadora.
Pero nadie elabora complejas tablas al estilo Franklin, valorando miles de razones a favor y en contra de votar a unos u otros. En realidad, la decisión de nuestra opción de voto (o de no voto) es mucho más sencilla.
Para empezar, la inmensa mayoría de los votantes se centra exclusivamente en los partidos más conocidos (los que salen por la tele). Los demás ni se tienen en cuenta. Es el primer filtro.
El segundo filtro es casi siempre un único factor: para muchos, la identificación de un partido con una ideología: izquierda-centro-derecha, nacionalista-no nacionalista. Otros votan a la contra, para que no gane “el malo”, sea este el que sea. Otros lo hacen por simpatía hacia un político, al partido de la oposición para que haya alternancia, o al que gobierna porque “les va bien”. Otros se deciden por la postura de un partido con respecto a un asunto concreto o por un acto de gobierno anterior: la guerra de Irak, el aborto, la eutanasia, el terrorismo o incluso por una asignatura de la ESO.

Así es como decidimos los humanos. Usamos nuestra capacidad de abstracción para extraer el que creemos más importante de entre un conjunto de aspectos, y escogemos teniendo únicamente ese en cuenta. Si no basta para decidirnos, repetimos la operación con otro. Y así sucesivamente.
Así, elegimos un electrodoméstico por su marca conocida (1ª razón) y su buen precio (2ª razón); elegimos un médico porque nos escucha (una razón) o tal vez porque nos firma bajas por enfermedad; nuestro bar favorito es el que pone las tapas más grandes, viajamos por carretera por la ruta más rápida, caminamos por las calles más transitadas, compramos en las tiendas “de moda”… y así con todo. Es raro necesitar más de dos o tres razones para decidir algo.
Pero este sistema de toma de decisiones, bueno para el homo sapiens que vivía hace miles de años en un mundo primitivo, mucho menos complejo que el actual, no siempre es adecuado en nuestros días. Uno de estos casos es el que nos ocupa: el de escoger un partido que nos gobierne durante cuatro largos años.
Valorar en una única decisión un gobierno supone procesar una cantidad enorme de información, excesiva para nuestro limitado cerebro humano. Como no podemos manejarla, simplemente, la ignoramos. Tampoco utilizamos, como alternativa, el “álgebra moral” de Franklin. Votamos por dos o tres detalles escogidos sin tino, influidos por el marketing político, que casi nunca tienen relación con las decisiones que van a tomar posteriormente los políticos electos.
No tiene el menor sentido.
En nuestro sistema político se nos ofrecen multitud de partidos que casi nadie tiene en cuenta, multitud de programas que casi nadie lee, multitud de propuestas que casi nadie puede valorar o que ni siquiera conoce. Es un sistema político mal diseñado. Las actuaciones de los distintos gobiernos se llevan a cabo, en su mayoría, con el desconocimiento de los ciudadanos o incluso en contra de su voluntad. Es decir, no son democráticas: nuestro sistema político, tal y como está diseñado, no es democrático. Al menos, no para humanos.

Pero, aunque no podemos dejar de ser humanos, sí podemos rediseñar nuestro sistema político.




Voy a enfocar la cuestión de otra manera, haciendo números, para llegar a la misma conclusión. Especulemos un poco:
Imaginémonos una de las promesas electorales del partido del gobierno, el PSOE. Como ya sabemos, las razones para votar a los partidos son variopintas y diferentes para cada elector, por lo que una parte de los votantes del PSOE ni siquiera habrán considerado esa promesa electoral concreta, mientras que otros incluso estarán en desacuerdo, aunque otros motivos para ellos más importantes han inclinado su voto hacia ese partido.
Vamos a considerar que la medida es popular, es decir, está en general bien vista entre los votantes del PSOE. En ese caso, una buena aproximación, en cifras, podría ser la de suponer que, dentro de los votantes del PSOE, un 80% está a favor de la actuación y un 20% en contra (por simplificar podemos ignorar a los indiferentes). Teniendo en cuenta que el PSOE está gobernando con el 43% de los votos válidos emitidos, esos votantes del PSOE supondrían aproximadamente un 35% del total de votantes.
Si la medida es popular, una parte de los votantes de los otros partidos también la va a ver con buenos ojos; incluso los del PP, ya que muchos de ellos, al igual que los del PSOE, no han tenido en cuenta el programa del PSOE a la hora de decidir su voto al partido de la oposición. Sin embargo, el hecho de ser una medida del PSOE le restará mucho apoyo entre los votantes del PP. Me voy a permitir una estimación algo arbitraria: un 20% de los votantes a los otros partidos está a favor. Eso corresponde aproximadamente a un 12% del total de votantes. Sumados a los del PSOE nos da un 47%.
Considerando el resto de la ciudadanía, la mayoría de ese 1,12% de votantes en blanco estará probablemente en contra; por otra parte, entre el 30% de abstencionistas, es difícil hacer alguna suposición: si la medida es popular algunos estarán a favor, pero una parte estará mayormente en contra: los que se abstienen como modo de protesta. Supongamos un empate.
Sumando y restando, se obtiene aproximadamente un 46% de ciudadanos a favor como resultado final de este ejercicio numérico. Un apoyo sorprendentemente bajo teniendo en cuenta que estamos ante una medida popular: si el PSOE llega a ejecutar esa promesa, lo hará con más del 50% de la ciudadanía en contra.

Este cálculo tiene un margen de error importante que hay que tener en cuenta. Además, de entre todas las promesas, habrá alguna extremadamente popular que sea del agrado de una mayoría de ciudadanos. Así que se puede admitir que unas pocas de las actuaciones de los gobiernos van a ser democráticas, pero serán las excepciones a la regla. Por el contrario, la mayoría de las actuaciones son poco o nada conocidas y/o escasamente populares; si las más conocidas y populares rondan, siendo optimistas, el 50% de apoyo de la ciudadanía, el resto quedarán definitivamente por debajo, algunas incluso con la gran mayoría de la ciudadanía en contra.
Es decir, que la mayor parte de las actuaciones de los diferentes gobiernos, estatal, autonómicos y municipales, se llevan a cabo, en España, contra la voluntad del pueblo.
Justo lo opuesto a lo que ocurre en las democracias.




Pero no habría sido necesario recurrir a estudios científicos sobre el cerebro o a cálculos numéricos especulativos para llegar a la conclusión de que en España no existe la democracia: habría bastado con echar un vistazo a algunas medidas concretas de los gobiernos, a esa gran cantidad de decisiones políticas que son rechazadas de forma mayoritaria por los ciudadanos, incluidos los mismísimos votantes del partido que las toma. Por ejemplo, entre otras muchas, las reiteradas auto-subidas de sueldo de políticos y altos cargos, la participación en ciertos actos bélicos, la politización de la Justicia, las sucesivas reformas laborales que han conducido a la cada vez mayor precarización del empleo, las medidas de gestión del sistema educativo que nos ha llevado a tener un 30% de fracaso escolar, o las del sistema sanitario donde todavía padecemos, entre otros despropósitos, listas de espera de meses
Y esas son medidas más o menos conocidas. No digamos lo que ocurriría con esa multitud de decisiones oscuras que no trascienden a los medios de comunicación: asignación de contratos públicos, nepotismo, enchufes, oposiciones, tramitación de expedientes administrativos, licencias, denuncias…
Lo cierto es que ninguna persona en su sano juicio aprobaría la labor de estos gobiernos, si la conociera en profundidad y si fuera capaz de valorarla. Las decisiones que los políticos toman con un apoyo mayoritario de ciudadanos son tan escasas que probablemente nos bastaría una mano para contarlas. El resto de sus decisiones, es decir, casi todas, se ejecutan contra la voluntad de la ciudadanía.




El error de nuestro sistema político se reduce, básicamente, a que no existe la debida correspondencia entre la voluntad de los ciudadanos y las decisiones de los políticos.

Por fortuna, ese error no es irreparable. La solución del problema es obvia: que los ciudadanos tomen las decisiones directamente… y de una en una, y que los políticos sean meros ejecutores de las decisiones de los ciudadanos.
En otras palabras, hay que convertir a los políticos en gestores y a los ciudadanos en políticos.

Aunque someter todas las decisiones a referéndum es imposible, no lo es ir modificando el sistema poco a poco para ir abriendo cada vez más la vía de la participación ciudadana directa. Estas son posibles alternativas, ya utilizadas en otras naciones, para conseguir ese objetivo:
1) Incluir una “papeleta referéndum” en los actuales procesos electorales, con diferentes cuestiones: las penas para los pederastas, la postura básica sobre el aborto o la eutanasia, la asignatura de Educación para la ciudadanía… o cualquier otra que fuera susceptible de ser planteada por este medio. Así, los votantes podrían decidir sobre esos asuntos, e independientemente elegir al político o partido por el que se sientan representados; sólo que ahora la decisión de los votantes sería vinculante para los políticos electos.
Esta medida sería muy fácil de implementar, a la vez que barata, pues apenas conllevaría el sobrecoste de una papeleta más cada cuatro años; y, bueno, tal vez unas horas más de trabajo para los sufridos “voluntarios” de las mesas electorales.
Un requisito indispensable para que funcionase esta medida sería la implementación de un procedimiento de iniciativa ciudadana viable (no como el que tenemos ahora), para que la inclusión de preguntas en esa papeleta estuviera abierta también a la ciudadanía.
2) La celebración de referéndum vinculantes puntuales para los asuntos urgentes que surgieran durante la legislatura. Se podrían unir, para ahorrar costes, en un referéndum anual.
Naturalmente, estas dos medidas tienen que estar habilitadas a todos los niveles: los referéndum deben ser estatales, autonómicos y locales.
3) La implantación de presupuestos participativos en todos los municipios. Esta medida se podría implantar de forma progresiva, empezando por un pequeño porcentaje del presupuesto municipal que se iría incrementando cada año.
Y claro, por presupuesto participativo entiendo aquel en el que los vecinos participan directamente y en el que sus decisiones son vinculantes. Es decir, no me estoy refiriendo a los casos de autoproclamados “presupuestos participativos” que están “funcionando” actualmente en algunos municipios españoles.

Hay muchas otras opciones, aparte de estas tres, para ir haciendo democrático nuestro actual sistema; y no hay razón alguna para no utilizarlas. Los sistemas políticos pueden reformarse, es más, deben ser reformados, progresar, avanzar, evolucionar… hacia mejores formas de gobierno.

Así que la democracia es posible, está a nuestro alcance… si queremos alcanzarla. La cuestión se reduce entonces a una pregunta:
¿Queremos una democracia?