jueves, agosto 28, 2008

De profesión, salir en la foto

De entre toda la variada lista de actividades a las que pueden dedicarse los humanos para ganarse la vida, hay algunas que dependen casi exclusivamente del efecto que cause la presencia y las palabras sobre los potenciales “clientes”. En esas profesiones es fundamental dedicar suficiente tiempo y recursos para obtener la imagen que se quiere ofrecer. Entre ellas están, por ejemplo, la de modelo, actor, comercial o vendedor, u otras consideradas menos honestas como timador, o, naturalmente, la de político.
La política es una profesión en la que el culto a la imagen alcanza las mayores cuotas de trascendencia. Y no sólo me refiero a lo meramente visual.
Por una parte, el político:
- Cuida impecablemente su apariencia, siempre ofreciendo la imagen que se considera más adecuada a la ocasión: elegante, sobrio y trajeado en unos casos, informal, descorbatado, vulgar o incluso extravagante en otros.
- Luce frecuentemente una sonrisa amable y confiada, que nada tiene que envidiar, por ejemplo, a la marmórea sonrisa de atrezzo de las nadadoras de natación sincronizada o a la mejor sonrisa seductora de George Clooney.
- Por medio de su expresión y su actitud, emana siempre un estudiado aire de seguridad y suficiencia.
Pero también:
- Es un excelente orador, convirtiendo banalidades, tonterías, obviedades o cháchara vacía de contenido en convincentes discursos.
- Dispone de las palabras más adecuadas en cada situación, de réplicas y contrarréplicas en cualquier debate, y es experto en eludir cuestiones incómodas “saliendo por los cerros de Úbeda” con una perfecta naturalidad.
- Viaja sin cesar, no dejando pasar acto, inauguración, homenaje o cualquier otro suceso donde haya una cámara o un micrófono que pueda retratar su presencia y con ella su enorme dedicación y esfuerzo, no perdiendo oportunidad alguna de “salir en la foto”.
Estas son, entre otras, las cualidades del político.

En fin, tengo que reconocer que hay políticos que son unos profesionales “como la copa de un pino”: casi todos los presidentes, ministros y consejeros y algunos diputados, alcaldes y concejales son excelentes en su trabajo, esto es, en el arte de venderse a sí mismos y a sus partidos.

Pero claro, algo falla en todo esto.
Los actores actúan, los vendedores venden, los timadores timan, pero los políticos... ¿no tienen otra ocupación distinta de la de venderse? Es decir, ¿su trabajo no es gestionar los asuntos públicos? ¿No los han elegido los ciudadanos para gobernar su nación, su comunidad, su municipio?
Sin embargo, los políticos dedican tanto tiempo a venderse que es imposible que encuentren tiempo para realizar adecuadamente la gestión de los asuntos públicos. Tampoco son profesionales de la gestión: no son gestores, sino vendedores. Algunos excepcionalmente buenos... vendiendo.

Una cuestión: si para vender hacen falta vendedores... para gestionar, se necesitan gestores, ¿no es así?

A pesar de ello, los ciudadanos escogen a vendedores para gobernar.

Craso error.

Ahí está una de las causas de los males que acosan al ciudadano hoy en día: en lugar de escoger a gestores, dejamos el gobierno en manos de mercachifles, pésimos para gobernar pero hábiles como nadie en “vender la moto”, aun cuando la moto no ande o incluso ni exista.

Y así, una vez más, encontramos otra evidencia de que, si queremos que las cosas mejoren, los ciudadanos tenemos que prescindir de esta clase política que por desgracia, en estos momentos, está dominando absolutamente el panorama político español.
Tenemos que sustituir a estos políticos por otros o, por qué no, ocuparnos nosotros mismos, directamente, del gobierno. Peor no lo vamos a hacer, al fin y al cabo tenemos, en general, la misma preparación que ellos para gobernar –ninguna-, pero, en cambio, quiero creer que tenemos, también en general, mucha mejor intención.
Para empezar sería suficiente con eso.

lunes, agosto 25, 2008

Prejuicios, corbatas y políticos

El hombre observa al grupo desde lejos, agazapado entre los arbustos. Son varios adultos y jóvenes, armados con sus venablos. Una partida de caza. Desde la distancia no aprecia su aspecto. Podrían ser de su clan.
El hombre lleva días siguiendo el rastro de una manada de ciervos. El rastro le ha conducido aquí. Pero están los otros.
No puede regresar con su gente con las manos vacías. Las manadas escasean, y necesitan la carne. Si esos extraños fueran de su clan, podrían ayudarle.
El hombre no tiene elección. Sale de los arbustos, y avanza, despacio, hacia los cazadores. Le ven. Muestran las palmas de las manos. Gestos amistosos.
Casi a tiro de venablo, el hombre alcanza a ver sus rostros sonrientes. Sus rasgos no le resultan familiares. Sus pinturas corporales, sus adornos, tampoco. No son de su clan.
De inmediato, el hombre se gira sobre sí mismo, y corre. A su espalda oye un gañido de rabia. Le persiguen. Pero no le alcanzan. Es rápido.
Cuando ya no puede más, se para. No hay señales de sus perseguidores. Ha escapado.


Multitud de encuentros similares a este han tenido lugar entre los humanos desde hace decenas de miles de años. El resultado de estos encuentros ha venido determinado, entre otras razones, por esa capacidad que tenemos los humanos para tomar decisiones sin analizar o razonar previamente y, por ello, sin perder un instante de un tiempo de reacción del que en muchas ocasiones no se dispone. Esta habilidad recibe distintos nombres: reacción instintiva, intuición, corazonada, sentimiento visceral
Para tomar este tipo de decisiones nos basamos, inconscientemente, en unos escasos y escogidos datos que nuestro cerebro procesa a toda velocidad. Una serie de reglas generales, del tipo “si es extranjero es malo”, bien instintivas, bien aprendidas, pero fáciles de evaluar. El término científico para definir estas reglas es “heurística”.
Pero esta habilidad, que es parte de nuestra naturaleza, que utilizamos continuamente y que ha sido fundamental para mantener al homo sapiens sobre la faz de la tierra hasta el día de hoy, tiene su “lado oscuro”.

Hace unos días se apresó a un terrorista de ETA, Arkaitz Goicoechea, el cual, siguiendo las 18 páginas del manual “de imagen” de la banda, había cambiado tanto su aspecto que no tenía el más mínimo parecido con las fotos que había de él en las fichas oficiales y en los carteles para la colaboración ciudadana. En dicho manual se resalta, también, que el miembro de la banda no debe aparecer “como un individuo descuidado o sucio”, “porque se tiende a asimilar al terrorista con una persona que no cuida su aseo”.
Así, Arkaitz, disfrazado de niño pijo, limpito y arreglado, vivía feliz entre sus vecinos sin que nadie sospechara nada.

Una parte de nuestras intuiciones son posibles gracias a unas reglas generales concretas: los estereotipos. Los humanos asimilamos valores, virtudes o defectos, a estereotipos, los cuales utilizamos, continuamente, para prejuzgar a los demás. El homo sapiens es el gran especialista, dentro del reino animal, en la clasificación de sus semejantes. Nos clasificamos por raza, edad, aspecto físico, vestimenta, ocupación, condición...
Nuestra lista de estereotipos es extensísima, y cada uno, cada estereotipo, viene acompañado de sus correspondientes características (“extranjero == malo”, “terrorista == desaseado”).
Por instinto, prejuzgamos a nuestros semejantes. En otro tiempo, eso nos sirvió para sobrevivir. Pero hoy, estas intuiciones, o prejuicios, son, como poco, inconvenientes.

En algunos casos aparentemente lo tenemos claro. La sociedad condena tajantemente el racismo o el machismo, como formas de discriminación inaceptables producidas por los prejuicios hacia los extraños o las mujeres.
Pero en otros casos todavía no lo tenemos tan claro.

No sólo sacan tajada los terroristas de esta “debilidad” humana, en otros ámbitos ocurre lo mismo. Por ejemplo, en cualquier actividad profesional la apariencia de todos aquellos que quieren vendernos algo está cuidadosamente estudiada. Los trajes (y corbatas, en caso de los hombres) son de uso obligado en muchos empleos. Y a pesar de que esto es algo sobradamente conocido, seguimos asimilando al estereotipo “traje y corbata” cualidades como experiencia, conocimiento, eficiencia o seriedad. Incluso sabiendo que la persona en cuestión puede ser simplemente un infeliz becario contratado el día anterior, o un Antonio Camacho cualquiera (ex-presidente de Gescartera, conocido también por sus elegantes, y costosas, vestimentas).
Seguimos prejuzgando a los demás, tal y como lo hacían nuestros antepasados hace decenas de miles de años, aun cuando, hoy, las reglas han cambiado. Aquellos que quieren engañarnos saben cómo hacerlo, saben cómo disfrazarse, cómo aparentar ser lo que no son.
Pero a pesar de que estamos prevenidos, a pesar de que la sabiduría popular nos advierte de que “las apariencias engañan”, de que hay “lobos con piel de cordero” y de que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, seguimos cayendo, una y otra vez, en la misma trampa de los prejuicios.
Y eso que este problema es bien fácil de solucionar: basta con hacer un pequeño esfuerzo para juzgar a las personas por sus actos, no por su apariencia. Juzgar sobre hechos, no sobre palabras o sobre aspecto. Casi siempre es posible hacerlo. Y cuando no, aplicar el sentido común: cuanto más luce el envoltorio menos vale el contenido.

En fin, ahí dejo este consejillo para mejorar nuestras vidas, previniendo los males evitables que sufrimos al dejarnos guiar en exceso por el instinto y confiar en las personas inadecuadas. Sígalo quien lo desee.

Naturalmente, entre esas personas inadecuadas destacan, especialmente, los políticos.


prejuicio
1. m. Acción y efecto de prejuzgar.
2. m. Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

prejuzgar
(Del lat. praeiudicāre).
1. tr. Juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal conocimiento.


NOTA: Como lectura relacionada (y recomendada) aquí dejo este libro: "Decisiones instintivas. La inteligencia del inconsciente", de Gerd Gigerenzer.